Las fases de Severo
In memoriam Remedios
Varo
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Todo estaba como quieto, como de alguna manera congelado en su propio movimiento,
su olor y su forma que seguían y cambiaban con el humo y la conversación
en voz baja entre cigarrillos y tragos. El Bebe Pessoa había dado ya tres
fijas para San Isidro, la hermana de Severo cosía las cuatro monedas en
las puntas del pañuelo para cuando a Severo le tocara el sueño.
No éramos tantos pero de golpe una casa resulta chica, entre dos frases
se arma el cubo transparente de dos o tres segundos de suspensión, y en
momentos así algunos debían sentir como yo que todo eso, por más
forzoso que fuera, nos lastimaba por Severo, por la mujer de Severo y los amigos
de tantos años.
Como a las once de la noche habíamos llegado
con Ignacio, el Bebe Pessoa y mi hermano Carlos. éramos un poco
de la familia, sobre todo Ignacio que trabajaba en la misma oficina
de Severo, y entramos sin que se fijaran demasiado en nosotros. El hijo
mayor de Severo nos pidió que pasáramos al dormitorio,
pero Ignacio dijo que nos quedaríamos un rato en el comedor;
en la casa había gente por todas partes, amigos o parientes que
tampoco querían molestar y se iban sentando en los rincones o
se juntaban al lado de una mesa o de un aparador para hablar o mirarse.
Cada tanto los hijos o la hermana de Severo traían café
y copas de caña, y casi siempre en esos momentos todo se aquietaba
como si se congelara en su propio movimiento y en el recuerdo empezaba
a aletear la frase idiota: "Pasa un ángel", pero aunque
después yo comentara un doblete del negro Acosta en Palermo,
o Ignacio acariciara el pelo crespo del hijo menor de Severo, todos
sentíamos que en el fondo la inmovilidad seguía, que estábamos
como esperando cosas ya sucedidas o que todo lo que podía suceder
era quizá otra cosa o nada, como en los sueños, aunque
estábamos despiertos y de a ratos, sin querer escuchar, oíamos
el llanto de la mujer de Severo, casi tímido en un rincón
de la sala donde debían estar acompañándola los
parientes más cercanos.
Uno se va olvidando de la hora en esos casos, o como
dijo riéndose el Bebe Pessoa, es al revés y la hora se
olvida de uno, pero al rato vino el hermano de Severo para decir que
iba a empezar el sudor, y aplastamos los puchos y fuimos entrando de
a uno en el dormitorio donde cabíamos casi todos porque la familia
había sacado los muebles y no quedaban más que la cama
y una mesa de luz. Severo estaba sentado en la cama, sostenido por las
almohadas, y a los pies se veía un cobertor de sarga azul y una
toalla celeste. No había ninguna necesidad de estar callado,
y los hermanos de Severo nos invitaban con gestos cordiales (son tan
buenas gentes todos) a acercarnos a la cama, a rodear a Severo que tenía
las manos cruzadas sobre las rodillas. Hasta el hijo menor, tan chico,
estaba ahora al lado de la cama mirando a su a su padre con cara de
sueño.
La fase del sudor era desagradable porque al final
había que cambiar las sábanas y el piyama, hasta las almohadas
se iban empapando y pesaban como enormes lágrimas. A diferencia
de otros que según Ignacio tendían a impacientarse,
Severo se quedaba inmóvil, sin siquiera mirarnos, y casi enseguida
el sudor le había cubierto la cara y las manos. Sus rodillas
se recortaban como dos manchas oscuras, y aunque su hermana le secaba
a cada momento el sudor de las mejillas, la transpiración brotaba
de nuevo y caía sobre la sábana.
-Y eso que en realidad está muy bien -insistió
Ignacio que había quedado cerca de la puerta-. Sería peor
si se moviera, las sábanas se pegan que da miedo.
-Papá es hombre tranquilo -dijo el hijo mayor
de Severo-. No es de los que dan trabajo.
-Ahora se acaba -dijo la mujer de Severo, que había
entrado al final y traía un piyama limpio y un juego de sábanas.
Pienso que todos sin excepción la admiramos como nunca en ese
momento, porque sabíamos que había estado llorando poco
antes y ahora era capaz de atender a su marido con una cara tranquila
y sosegada, hasta enérgica. Supongo que algunos de los parientes
le dijeron frases alentadoras a Severo, yo ya estaba otra vez en el
zaguán y la hija menor me ofrecía una taza de café.
Me hubiera gustado darle conversación para distraerla, pero entraban
otros y Manuelita es un poco tímida, a lo mejor piensa que me
intereso por ella y prefiero permanecer neutral. En cambio el Bebe Pessoa
es de los que van y vienen por la casa y por la gente como si nada,
y entre él, Ignacio y el hermano de Severo ya habían formado
una barra con algunas primas y sus amigas, hablando de cebar un mate
amargo que a esa hora le vendría bien a más de cuatro
porque asienta el asado. Al final no se pudo, en uno de esos momentos
en que de golpe nos quedábamos inmóviles (insisto en que
nada cambiaba, seguíamos hablando o gesticulando pero era así
y de alguna manera hay que decirlo y darle una razón o un nombre)
el hermano de Severo vino con una lámpara de acetileno y desde
la puerta nos previno que iba a empezar la fase de los saltos. Ignacio
se bebió el café de un trago y dijo que esa noche todo
parecía andar más rápido; fue de los que se ubicaron
cerca de la cama, con la mujer de Severo y el chico menor que se reía
porque la mano derecha de Severo oscilaba como un metrónomo.
Su mujer le había puesto un piyama blanco y la cama estaba otra
vez impecable; olimos el agua colonia y el Bebe le hizo un gesto admirativo
a Manuelita, que debía haber pensado en eso. Severo dio el primer
salto y quedó sentado al borde de la cama, mirando a su hermana
que lo alentaba, con una sonrisa un poco estúpida y de circunstancias.
Qué necesidad había de eso, pensé yo que prefiero
las cosas limpias; y qué podía importarle a Severo
que su hermana lo alentara o no. Los saltos se sucedían rítmicamente:
sentado al borde de la cama, sentado contra la cabecera, sentado en
el borde opuesto, de pie en el medio de la cama, de pie sobre el piso
entre Ignacio y el Bebe, en cuclillas sobre el piso entre su mujer y
su hermano, sentado en el rincón de la puerta, de pie en el centro
del cuarto, siempre entre dos amigos o parientes, cayendo justo en los
huecos mientras nadie se movía y solamente los ojos lo iban siguiendo,
sentado en el borde de la cama, de pie contra la cabecera, de cuclillas
en el medio de la cama, arrodillado en el borde de la cama, parado entre
Ignacio y Manuelita, de rodillas entre su hijo menor y yo, sentado al
pie de la cama. Cuando la mujer de Severo anunció el fin de la
fase, todos empezaron a hablar al mismo tiempo y a felicitar a Severo
que estaba como ajeno; ya no me acuerdo quién lo acompañó
de vuelta a la cama porque salíamos al mismo tiempo comentando
la fase y buscando alguna cosa para calmar la sed, y yo me fui con el
Bebe al patio a respirar el aire de la noche y a bebernos dos cervezas
del gollete. En la fase siguiente hubo un cambio, me acuerdo, porque según Ignacio tenía
que ser la de los relojes y en cambio oímos llorar otra vez a la mujer
de Severo en la sala y casi enseguida vino el hijo mayor a decirnos que ya empezaban
a entrar las polillas. Nos miramos un poco extrañados con el Bebe y con
Ignacio, pero no estaba excluido que pudiera haber cambios y el Bebe dijo lo acostumbrado
sobre el orden de los factores y esas cosas; pienso que a nadie le gustaba el
cambio pero disimulábamos al ir entrando otra vez y formando círculo
alrededor de la cama de Severo, que la familia había colocado como correspondía
en el centro del dormitorio.
El hermano de Severo llegó el último
con la lámpara de acetileno, apagó la araña del
cielo raso y corrió la mesa de luz hasta los pies de la cama;
cuando puso la lámpara en la mesa de luz nos quedamos callados
y quietos, mirando a Severo que se había incorporado a medias
entre las almohadas y no parecía demasiado cansado por las fases
anteriores. Las polillas empezaron a entrar por la puerta, y las que
ya estaban en las paredes o el cielo raso se sumaron a las otras y empezaron
a revolotear en torno de la lámpara de acetileno. Con los ojos
muy abiertos Severo seguía el torbellino ceniciento que aumentaba
cada vez más, y parecía concentrar todas sus fuerzas en
esa contemplación sin parpadeos. Una de las polillas (era muy
grande, yo creo que en realidad era una falena pero en esa fase se hablaba
solamente de polillas y nadie hubiera discutido el nombre) se desprendió
de las otras y voló a la cara de Severo; vimos que se pegaba
a la mejilla derecha y que Severo cerraba por un instante los ojos.
Una tras otra las polillas abandonaron la lámpara y volaron en
torno de Severo, pegándose en el pelo, la boca y la frente hasta
convertirlo en una enorme máscara temblorosa en la que sólo
los ojos seguían siendo los suyos y miraban empecinados
la lámpara de acetileno donde una polilla se obstinaba
en girar buscando entrada. Sentí que los dedos de Ignacio se
me clavaban en el antebrazo, y sólo entonces me di cuenta
de que también yo temblaba y tenía una mano hundida en
el hombro del Bebe. Alguien gimió, una mujer, probablemente Manuelita
que no sabía dominarse como los demás, y en ese
mismo instante la última polilla voló hacia la cara de
Severo y se perdió en la masa gris. Todos gritamos a la vez,
abrazándonos y palmeándonos mientras el hermano de Severo
corría a encender la araña del cielo raso; una nube de
polillas buscaba torpemente la salida y Severo, otra vez la cara de
Severo, seguía mirando la lámpara ya inútil y movía
cautelosamente la boca como si temiera envenenarse con el polvo de plata
que le cubría los labios.
No me quedé ahí porque tenían
que lavar a Severo y ya alguien estaba hablando de una botella de grapa
en la cocina, aparte de que en esos casos siempre sorprende cómo
las bruscas recaídas en la normalidad, por decirle así,
distraen y hasta engañan. Seguí a Ignacio que conocía
todos los rincones, y le pegamos a la grapa con el Bebe y el hijo mayor
de Severo. Mi hermano Carlos se había tirado en un banco y fumaba
con la cabeza gacha, respirando fuerte; le llevé una copa y se
la bebió de un trago. El Bebe Pessoa se empecinaba en que Manuelita
tomara un trago, y hasta le hablaba de cine y de carreras; yo me mandaba
una grapa tras otra sin querer pensar en nada, hasta que no pude más
y busqué a Ignacio que parecía esperarme cruzado de brazos. -Si la última polilla hubiera elegido... -empecé. Ignacio hizo una lenta señal negativa con la cabeza. Por supuesto, no había
que preguntar; por lo menos en ese momento no había que preguntar; no sé
si comprendí del todo pero tuve la sensación de un gran hueco, algo
como una cripta vacía que en alguna parte de la memoria latía lentamente
con un gotear de filtraciones. En la negación de Ignacio (y desde lejos
me había parecido que el Bebe Pessoa también negaba con la cabeza,
y que Manuelita nos miraba ansiosamente, demasiado tímida para negar a
su vez) había como una suspensión del juicio, un no querer ir más
adelante; las cosas eran así en su presente absoluto, como iban ocurriendo.
Entonces podíamos seguir, y cuando la mujer de Severo entró en la
cocina para avisar que Severo iba a decir los números, dejamos las copas medio llenas y nos apuramos,
Manuelita entre el Bebe y yo, Ignacio atrás con mi hermano Carlos que llega
siempre tarde a todos lados.
Los parientes ya estaban amontonados en el dormitorio
y no quedaba mucho sitio donde ubicarse. Yo acababa de entrar (ahora
la lámpara de acetileno ardía en el suelo, al lado de
la cama, pero la araña seguía encendida) cuando Severo
se levantó, se puso las manos en los bolsillos del piyama, y
mirando a su hijo mayor dijo: "6", mirando a su mujer dijo:
"20", mirando a Ignacio dijo: "23", con una voz
tranquila y desde abajo, sin apurarse. A su hermana le dijo 16, a su
hijo menor 28, a otros parientes les fue diciendo números casi
siempre altos, hasta que a mí me dijo 2 y sentí que el
Bebe me miraba de reojo y apretaba los labios, esperando su turno. Pero
Severo se puso a decirles números a otros parientes y amigos,
casi siempre por encima de 5 y sin repetirlos jamás. Casi al
final al Bebe le dijo 14, y el Bebe abrió la boca y se estremeció
como si le pasara un gran viento entre las cejas, se frotó las
manos y después tuvo vergüenza y las escondió en
los bolsillos del pantalón justo cuando Severo le decía
1 a una mujer de cara muy encendida, probablemente una parienta lejana
que había venido sola y que casi no había hablado con
nadie esa noche, y de golpe Ignacio y el Bebe se miraron y Manuelita
se apoyó en el marco de la puerta y me pareció que temblaba,
que se contenía para no gritar. Los demás ya no atendían
a sus números, Severo los decía igual pero ellos empezaban
a hablar, incluso Manuelita cuando se repuso y dio dos pasos hacia adelante
y le tocó el 9, ya nadie se preocupaba y los números terminaron
en un hueco 24 y un 12 que les tocaron a un pariente y a mi hermano
Carlos; el mismo Severo parecía menos concentrado y con el último
se echó hacia atrás y se dejó tapar por su mujer,
cerrando los ojos como quien se desinteresa u olvida. -Por supuesto es una cuestión de tiempo -me dijo Ignacio cuando salimos
del dormitorio-. Los números por sí mismos no quieren decir nada,
che.
-¿A vos te parece? -le pregunté bebiéndome
de un trago la copa que me había traído el Bebe.
-Pero claro, che -dijo Ignacio-. Fijate que del 1
al 2 pueden pasar años, ponele diez o veinte, en una de esas
más. -Seguro -apoyó el Bebe-. Yo que vos no me afligía. Pensé que me había traído la copa sin que nadie
se la pidiera, molestándose en ir hasta la cocina con toda esa gente. Y a él le
había tocado el 14 y a Ignacio el 23.
-Sin contar que está el asunto de los relojes
-dijo mi hermano Carlos que se había puesto a mi lado y me apoyaba
la mano en el hombro-. Eso no se entiende mucho, pero a lo mejor tiene
su importancia. Si te toca atrasar... -Ventaja adicional -dijo el Bebe, sacándome la copa vacía de la
mano como si tuviera miedo de que se me cayese al suelo.
Estábamos en el zaguán al lado del dormitorio,
y por eso entramos de los primeros cuándo el hijo mayor de Severo
vino precisamente a decirnos que empezaba la fase de los relojes. Me
pareció que la cara de Severo había enflaquecido de golpe,
pero su mujer acababa de peinarlo y olía de nuevo a agua colonia
que siempre da confianza. A mí me rodeaban mi hermano, Ignacio
y el Bebe como para cuidarme el ánimo, y en cambio no había
nadie que se ocupara de la parienta que había sacado el 1 y que
estaba a los pies de la cama con la cara más roja que nunca,
temblándole la boca y los párpados. Sin siquiera mirarla
Severo le dijo a su hijo menor que adelantara, y el pibe no entendió
y se puso a reír hasta que su madre lo agarró de un brazo
y le quitó el reloj pulsera. Sabíamos que era un gesto
simbólico, bastaba simplemente adelantar o atrasar las agujas
sin fijarse en el número de horas o minutos, puesto que al salir
de la habitación volveríamos a poner los relojes en hora.
Ya a varios les tocaba adelantar o atrasar, Severo distribuía las indicaciones casi mecánicamente, sin interesarse;
cuando a mí me tocó atrasar, mi hermano volvió a clavarme
los dedos en el hombro; esta vez se lo agradecí, pensando como el Bebe
que podía ser una ventaja adicional aunque nadie pudiera estar seguro;
y también a la parienta de la cara colorada le tocaba atrasar, y la pobre
se secaba unas lágrimas de gratitud, quizá completamente inútiles
al fin y al cabo, y se iba para el patio a tener un buen ataque de nervios entre
las macetas; algo oímos después desde la cocina, entre nuevas copas
de grapa y las felicitaciones de Ignacio y de mi hermano. -Pronto será el sueño -nos dijo Manuelita-, mamá manda decir
que se preparen.
No había mucho que preparar, volvimos despacio
al dormitorio, arrastrando el cansancio de la noche; pronto amanecería
y era día hábil, a casi todos nos esperaban los empleos
a las nueve o a las nueve y media; de golpe empezaba a hacer más
frío, la brisa helada en el patio metiéndose por el zaguán,
pero en el dormitorio las luces y la gente calentaban el aire, casi
no se hablaba y bastaba mirarse para ir haciendo sitio, ubicándose
alrededor de la cama después de apagar los cigarrillos. La mujer
de Severo estaba sentada en la cama, arreglando las almohadas, pero
se levantó y se puso en la cabecera; Severo miraba hacia arriba,
ignorándonos miraba la araña encendida, sin parpadear,
con las manos apoyadas sobre el vientre, inmóvil e indiferente
miraba sin parpadear la araña encendida y entonces Manuelita
se acercó al borde de la cama y todos le vimos en la mano el
pañuelo con las monedas atadas en las cuatro puntas. No quedaba
más que esperar, sudando casi en ese aire encerrado y caliente,
oliendo agradecidos el agua colonia y pensando en el momento en que
por fin podríamos irnos de la casa y fumar hablando en la calle,
discutiendo o no lo de esa noche, probablemente no pero fumando hasta
perdernos por las esquinas. Cuando los párpados de Severo empezaron
a bajar lentamente, borrándole de a poco la imagen de la araña
encendida, sentí cerca de mi oreja la respiración ahogada
del Bebe Pessoa. Bruscamente había un cambio, un aflojamiento,
se lo sentía como si no fuéramos más que un solo
cuerpo de incontables piernas y manos y cabezas aflojándose de
golpe, comprendiendo que era el fin, el sueño de Severo que empezaba,
y el gesto de Manuelita al inclinarse sobre su padre y cubrirle la cara
con el pañuelo, disponiendo las cuatro puntas de manera que lo
sostuvieran naturalmente, sin arrugas ni espacios descubiertos, era
lo mismo que ese suspiro contenido que nos envolvía a todos,
nos tapaba a todos con el mismo pañuelo. -Y ahora va a dormir -dijo la mujer de Severo-. Ya está durmiendo, fíjense. Los hermanos de Severo se habían puesto un dedo en los labios pero no hacía
falta, nadie hubiera dicho nada, empezábamos a movernos en puntas de pie,
apoyándonos unos en otros para salir sin ruido. Algunos miraban todavía
hacia atrás, el pañuelo sobre la cara de Severo, como si quisieran
asegurarse de que Severo estaba dormido. Sentí contra mi mano derecha un
pelo crespo y duro, era el hijo menor de Severo que un pariente había tenido
cerca de él para que no hablara ni se moviera, y que ahora había
venido a pegarse a mí, jugando a caminar en puntas de pie y mirándome
desde abajo con unos ojos interrogantes y cansados. Le acaricié el mentón,
las mejillas, llevándolo contra mí fui saliendo al zaguán
y al patio, entre Ignacio y el Bebe que ya sacaban los atados de cigarrillos;
el gris del amanecer con un gallo allá en lo hondo nos iba devolviendo
a nuestra vida de cada uno, al futuro ya instalado en ese gris y ese frío,
horriblemente hermoso. Pensé que la mujer de Severo y Manuelita (tal vez
los hermanos y el hijo mayor) se quedaban adentro velando el sueño de Severo,
pero nosotros íbamos ya camino de la calle, dejábamos atrás
la cocina y el patio.
-¿No juegan más? -me preguntó el hijo
de Severo, cayéndose de sueño pero con la obstinación
de todos los pibes. -No, ahora hay que ir a dormir -le dije-. Tu mamá te va a acostar, andate
adentro que hace frío.
-Era un juego, ¿verdad, Julio?
-Sí, viejo, era un juego. Andá a dormir, ahora.
Con Ignacio, el Bebe y mi hermano llegamos a la primera
esquina, encendimos otro cigarrillo sin hablar mucho. Otros ya andaban
lejos, algunos seguían parados en la puerta de la casa, consultándose
sobre tranvías o taxis; nosotros conocíamos bien el barrio,
podíamos seguir juntos las primeras cuadras, después el Bebe y mi hermano doblarían
a la izquierda, Ignacio seguiría unas cuadras más, y yo subiría
a mi pieza y pondría a calentar la pava del mate, total no valía
la pena acostarse por tan poco tiempo, mejor ponerse las zapatillas y fumar y
tomar mate, esas cosas que ayudan.
De Octaedro
Cortázar, Julio; Cuentos
completos 2, Buenos Aires, Alfaguara, 1996
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